Confesiones

Confieso que cuando en algún blog me encuentro un post tipo “100 cosas sobre mí”, o “10 cosas que odio”, me da un no sé que. Por un lado admiro, por no decir envidio, la disposición de los bloggers para hacer semejante recuento; será porque sé que yo jamás tendría la ecuanimidad indispensable para hacerlo sin caer en el auto-elogio, o la auto-conmiseración, o la auto lo que sea. La verdad no me imagino sentándome a escribir una “lista esencial” que contenga todos aspectos “interesantes”, o por lo menos “curiosos” sobre mí. Eso no quita que haya días en que se me antojaría escribir un listado de esos, reducido, sobre mis filias y fobias; esas pequeñas o grandes cosas que me gustan o que me chocan. O sobre esas fantasías que nunca he realizado y que me encantaría hacer eraldiad, como por ejemplo lanzarme en paracaídas o hacer el amor en un globo aerostático… en pleno vuelo. Pero luego me pregunto ¿y a quien carambas le pueden interesar las confesiones de tus filias y fobias?

Pero hoy no me puedo aguantar de contar una pequeña anécdota, relacionada con las confesiones. Resulta que en días pasados falleció el papá de una querida compañera así que fui un ratito al velatorio, tocándome en suerte llegar justo a la hora de la misa de cuerpo presente y pues ya ni modo de salirme, hice de tripas corazón y me dispuse a escuchar misa. El sacerdote debía andar harto inspirado porque el servicio religioso duró 1 hora con 37 minutos (¡!); algo muy duro de aguantar estando de pie, encerrada en la pequeña capilla ardiente y para colmo, aspirando el concentrado y mareador aroma de los nardos. Ya para momento de la comunión yo desfallecía, así que mientras casi todos los acompañantes se disponían a comulgar, yo aproveché para sentarme… y de paso disfrutar, aún momentáneamente, que el sacerdote interrumpiría sus alocuciones sermoneadoras. En eso estaba, cuando voltea mi amiga y me dice

“¿Que no vas a comulgar? Dice el padre que no importa si no te has confesado en el último mes, salvo tener pecados mortales, no hay impedimento para hacerlo.” De seguro debí poner cara de what, para disimular le contesté que hacía mucho más de un mes. Y es que no me pareció prudente decirle [habiendo yo nacido en el seno de una familia católica y siendo criada por una abuela bien tradicional]: “hay querida…

… confieso que nunca me he confesado…”

Nunca he estado en una iglesia e hincada al lado de un confesionario, mientras dentro un sacerdote escucha mis pecados y me prepara la penitencia correspondiente. La verdad ni siquiera imagino como se sentirá una en tal situación. Eso si, siempre me he preguntado cuál es la superioridad moral de los sacerdotes, qué cualidad supraterrenal o celestial, los faculta para juzgar el comportamiento las personas y dictaminarles tal o cual castigo/penitencia. Y es que a fin de cuentas, como ocurre en los terrenos del César, creo que también en los terrenos de lo religioso, los juicios tampoco han de ser infalibles y uno puede acabar sentenciado de manera injusta y ni modo que después de cumplir con los 10 mil rosarios, o el mes de abstinencia carnal (de la carne que prefieran abstenerse), o de rezar 10 novenarios, al percatarse de que uno no había cometido ningún pecado que ameritara semejante castigo, el sacerdote -como hacen los jueces de este país- venga a decirnos:

“ay hijo mío, usted disculpe”