
Los velorios y entierros eran otro tipo de viaje aromático; entre el olor de los gruesos cirios ardiendo alrededor del féretro, las fragancias emanadas por las flores, en especial los nardos, más las colonias de las damas ahí presentes, la capilla ardiente podría resultar una invitación al mareo. Y yo ahí, en medio un montón de personas a quienes en mi vida había visto, no me quedaba más que permanecer calladita y atenta a todo lo que ocurría a mi alrededor. Y atendiendo a mi natural curiosidad infantil y otro tanto para no aburrirme ni sentir sueño y terminar durmiéndome en alguno de esos largos sillones, en más de una ocasión me asomé a los féretros para conocer la cara del difunto al que estábamos velando. Yo muy asomada, constatando si era joven o viejo y qué expresión tenía, mientras sus deudos más cercanos, a veces hasta se desmayaban y ni por equivocación se atrevían a mirarlo.
Mi abuela era una mujer algo contradictora; por un lado tenía bien arraigadas costumbres anticuadas, casi como del siglo XIX y sin embargo, podría resultar moderna y comprensiva. Como cuando la que esto escribe, a los nueve años, decidió no hacer la primera comunión (un acto de rebeldía que nadie más en mi sacra familia ha tenido y que aún hoy sirve de pretexto para que mis primos me bromeen, advirtiéndome de tener cuidado al entrar a una Iglesia, no vaya a ser que yo me incendie). Mis tías y mi madre pusieron el grito en el cielo (mi padre no, porque en esa época era medio izquierdoso y Dios no era su hit precisamente), pero mi abuela se limitó a responderles:
"si la niña no quiere pararse frente al altar cargando esa vela como cirio pascual y ataviada con un vestido que parece hecho de crema chantilly, pues no lo hará; al fin que Dios está en todas partes y ella no tiene pecados” Y San se acabó, para el estupor de las demás mujeres.
Muchos años después, pocos meses antes de saber que su fin estaba próximo, esa misma abuela perfumera, asidua asistente de velorios y férrea defensora de la voluntad de su nieta, me llamó a su habitación. La encontré sentada en la cama y rodeada por un montón de prendas de vestir; una vez que estuve frente a ella, me dijo que necesitaba pedirme un favor y sin más, tomó un vestido gris (nuevo) y me lo entregó diciéndome:
"Guarda bien este vestido, cuando yo me muera quiero que con él me entierren; una vez que les entreguen mi cuerpo, por favor me lo pones; te lo pido a ti, porque sé bien que tus tías (sus hijas, hermanas de mi padre) no tendrán valor, pero tú sí."
Durante el lapso de tiempo que le tomó darme esa lacónica explicación/instrucción, como si me dictara la lista de compras de la Farmacia París, yo permanecí muda y aún seguía sin recuperar el habla, cuando ella continuó "¿Ah, quieres quedarte con esto? Me gustaría que tú los tuvieras"
Esto eran el resto de prendas que estaban sobre su cama: chales y mascadas de varios tipos y tamaños; prendas que yo le había chuleado y que en más de una oportunidad hasta me había puesto encima, porque como bien decía ella, siempre fui un poco visionuda. Pero en ese momento, ni aliento alcancé para darle las gracias, yo seguía sin digerir el asunto de la mortaja. La petición más dura de mi vida hasta ese entonces y la única a la que no podía negarme. Y la cumplí, mucho antes de lo que hubiera imaginado. Una fría, rara y lluviosa mañana veraniega, bajé al sótano del cementerio/velatorio donde estaba mi amada abuela; no sentí miedo ni rechazo ante su cuerpo inerme, me limité a respirar hondo y me dispuse, junto con un ayudante (ninguna de sus hijas quiso ni siquiera aproximarse), a darle un toque de color a su rostro. Después, yo sola le puse su vestido gris y sin derramar una lágrima, como anestesiada, cumplí su petición. Poco antes de que la acomodasen en el féretro, me acerqué a ella por última vez y le puse unas gotas de Shalimar, su perfume favorito y fue entonces, cuando derramé gruesas lágrimas silenciosas. El Shalimar me devolvió a la ruta aromática de mi infancia, a esos largos paseos por el Centro Histórico en compañía de la mujer a quien en unas horas dejaría para siempre entre el frío mármol de ese mausoleo.
Tienen razón los científicos, el sentido del olfato es más un sentido emocional... que cerebral.
imagen s/n tomada de:
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