sueños cumplidos a destiempo

Hace algún tiempo vi un film –que al parecer sólo a mi me gustó- cuya trama giraba en torno a un apuesto, vanidoso y egoísta fotógrafo de 31 años, quien repentinamente se entera que le queda poco tiempo de vida. De golpe y porrazo, su ascendente carrera en el mundo del modelaje y la publicidad, su futuro entero, se le estrellan en su hermoso rostro y ni siquiera tiene chance de amortiguar el impacto. Y como las cosas siempre pueden empeorar -Murphy dixit-, junto con el fatal diagnóstico médico, el hombre debe aceptarse en la más absoluta soledad –su descolorido y apático novio, no es precisamente un gran apoyo. Y por si hiciera falta alguna ironía, mientras el fotógrafo se sabe próximo a morir, su abuela de 80 años está más saludable que nunca… a fuerza de tanto cuidarse e ingerir cualquier cantidad de medicamentos. Pastillas para la memoria, vitamina E para el retardar el envejecimiento celular, vitamina A para la piel, calcio y vitamina C para los huesos, colágeno en tabletas, vitamina B12 para reforzar los nervios, tabletas para combatir el colesterol y los triglicéridos y un sinfín de suplementos alimenticios más, integran la canastita de salud -reforzada con largas caminatas en la campiña- con la que la abuela ha conseguido llegar a las ocho décadas con la salud de un roble:

“Cuando me muera, seré el cadáver más saludable de que se tenga memoria… lástima que ya no podré admirarlo”

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Con o sin vitaminas y con o sin enfermedades terminales, uno se muere; lo que no significa abandonarse en la espera de la hora final, por supuesto; pero de ahí a obsesionarse... pero las hay; vaya que las hay...

A Lulú le gustaba ser joven y deseaba mantenerse así… siempre joven. Si la vida fuera un pastel, lo habría deseado todo para ella; comérselo completo y sin que su cuerpo resintiera el efecto de sus muchas calorías. Mantenerse joven y vivir a plenitud; gozar todos los placeres que la vida pudiera ofrecerle, sin pagar el costo correspondiente; o en todo caso, dando a cambio lo mínimo posible.

Su madre le dijo un día: más vale prevenir que remediar y con eso tuvo. A los 23 años estrenó su primer salario profesional, comprándose toda una línea de cremas para retrasar la aparición de arrugas, hidratar la piel y prevenir el daño de los radiales libres. Ahí inició su dependencia. A los 30 ya requería cremas un poquito más fuertes, a los 40 más... hasta que en el umbral del medio siglo y no sin haber pasado previamente por “reparaciones intermedias” como el lifting y alguna dosis de botox, consideró que había llegado la hora de aplicar remedios mayores.

La cirugía consumiría gran parte de sus ahorros; pero nada de eso importaba... con tal de “verse como de 30”, lo demás era lo de menos. No le fue mal; el cirujano era realmente bueno y la retocadita no cambió ni un ápice la expresión de su rostro. Seguía siendo ella, sólo que un poco más joven. Tanto le gustó el trabajo del cirujano, que todavía en la cama del hospital, mentalmente se prometió empezar a ahorrar de una vez para el siguiente retoque (dentro de cinco a diez años, dependiendo del cuidado que tuviera con su piel: no asolearse, no desvelarse mucho, bajarle al consumo de cigarro y alcohol, tomar mucha agua, etc.)

La vida pasa como un suspiro...

Cosas de la vida y del tiempo... esa frase siempre le pareció demasiado cursi, pero ahora, a punto de celebrar su sexagésimo cumpleaños, le sonaba a filosofía pura. Parecía que no hubiera transcurrido tanto tiempo desde su última visita al cirujano, pero ya eran exactamente diez años y se le habían ido como en un suspiro entre dietas y ejercicios extenuantes; aplicación de cremas anti-arrugas, protectores solares y mascarillas; ingesta de vitaminas y suplementos alimenticios; alejamiento del sol y los desvelos, etc. Nadie podía negar que había llevado una vida sanísima en los últimos diez años; todo con tal de estirar hasta el máximo los beneficios de su primera cirugía. Y como premio a su estricta disciplina... nada mejor que otro retoque; esta vez un poquito más significativo y con menor tiempo de garantía: cinco años, siempre y cuando mantuviera la observancia de su estricta disciplina. Y la mantuvo; claro que no es lo mismo a los 40 que a los 60. Ahora las sesiones de ejercicio la agotaban un poco más; empezaba hartarse de comer comida de conejos; extrañaba el sol de las tres de la tarde (el más dañino para la piel) y se la vivía en el baño, porque 2.5 litros de agua al día eran demasiado para su vejiga. Pero todo valía la pena... con tal verse más joven. Cuando llegó a casa empezó a hacer planes para dentro de 30 días, tiempo que tendría que permanecer casi sin salir a la calle para no exponerse al sol ni a cambios bruscos de temperatura. Se le antojaba hacer un viaje; un largo viaje, lo malo es que esta vez la cirugía había costado muy cara y casi se había quedado sin ahorros; tenía antojo de un buen par de vodkas y una parrandeada como la que acostumbraba cuando tenía 30 años. Ya habría tiempo, se decía intentando un consuelo para su inminente encierro. Si algo era seguro, era que tendría tiempo de sobra para hacer planes... y empezar a buscar la forma de asegurar la plata necesaria... para el próximo retoque.

[...]

Su septuagésimo cumpleaños la sorprendió sentada en la cama del hospital, con los ojos cerrados y la ansiedad a tope mientras sostenía un espejo con la mano derecha; su corazón latía con más fuerza de la normal y las manos le sudaban; por primera vez, en su ya larga experiencia quirúrgica, tenía miedo de verse al espejo. Finalmente, ante la insistencia del cirujano, se armó de valor y lentamente fue abriendo los ojos... para terminar por abrirlos descomunalmente tras contemplar sorprendida, casi aterrada, a la extraña que el espejo le devolvía:

Esa no se parece a mí; esa no soy yo...

imagen: Jeanne Moreau -