Este sencillo relato de Juan Villoro es un buen reflejo de lo que pasa en México, algo de lo que el gobierno federal no dice ni pío: vivimos en una latente paranoia, desconfiamos del ignoto que está a nuestro lado. Parafraseando a Sartre: Los sospechosos son los otros. Me gustó la forma en que lo cuenta Juan, sin grandes alharacas pero transmitiendo con total claridad esa paranoia que todos, creo, hemos llegado a experimentar. O será que yo sí he sentido algo muy parecido a lo que él relata. Y no sólo viajando por la Autopsita del Sol, sino aquí en la Ciudad de México. Hay un restaurante de pescados y mariscos llamado Los Arcos, de origen sinaloense, en el cual preparan unos riquísimos tacos de machaca de camarón a la plancha con chile poblano y queso gratinado (se llaman tacos gobernador y según la leyenda se llaman así porque fueron preparados por primera vez en 1987, en Los Arcos de Mazatlán, para el entonces candidato a la gubernatura de Sinaloa, Francisco Labastida Ochoa). Pues bien, los fines de semana puede verse en Los Arcos (al menos en la sucursal San Jerónimo, en el sur de la Ciudad de México) a muchos comensales sinaloenses, de esos que van a todas partes ataviados con botas y cinturones de pieles exóticas (desimagino que hasta pistola traen) y que hablan casi a gritos con ese tono entre francote y mandón. Yo nomás los veo departir en las mesas cercanas (o a la entrada mientras nos asignan mesa, o la salida cuando ellos esperan que el valet parking les traiga sus ostentosas camionetotas) y ya siento que no tarda en entrar un paisano suyo, venido exprofeso a ajustar alguna vieja cuenta a punta de balazos. Así de clichosa y paranoica soy. Eso sí, mientras me angustio ante la proximidad de ese momento catastrófico, como salido de un narcocorrido, me zampo mis deliciosos tacos gobernador como si fueran los últimos de mi vida…
Desconfianzas. Juan Villoro
La paranoia puede llegar de muchas formas a la mente mexicana; un viaje a Ayotzinapa abre inciertas posibilidades.
La Autopista del Sol sirve de terapia a los automovilistas del DF y es tan cara como el psicoanálisis. Hace unos días recuperé la sensación de libertad que dan las rutas despejadas y comprobé que eso cuesta.
Después de Cuernavaca, dejé pasar la Fonda Cuatro Vientos, célebre bastión de la cecina, confiado en que encontraríamos otro sitio para desayunar.
Nuestro destino era Ayotzinapa y aún teníamos varias casetas por delante, pero a diferencia de lo que ocurre en otras carreteras, donde los puestos de barbacoa son más frecuentes que las gasolineras, sólo encontramos un restaurante cerca de Ixtla.
Entramos a un sitio con coloridos muebles de madera y piñatas colgadas del techo. Los baños estaban en perfecto estado, había un bar bien surtido y la carta ofrecía suficientes guisos para compensar la austeridad de la cecina.
Nos atendió un hombre alto, moreno, con un bigote espeso que resaltaba su sonrisa. Trajo unos totopos de cortesía y recomendó que viéramos la carta sin prisa.
Fui a lavarme las manos. Al volver a la mesa, mi acompañante dijo:
-Me preguntaron a dónde íbamos y no supe qué decir.
¿Era seguro informar que nos dirigíamos a Ayotzinapa? La paranoia tiene muchas formas de llegar a la mente mexicana. Ir al sitio donde estudiaban los 43 estudiantes desaparecidos abría inciertas posibilidades.
El encargado regresó a tomar el pedido. Luego salió a la carretera. Vio mi coche, sacó un celular e hizo una llamada. ¿Por qué no hablaba desde su negocio? Tal vez afuera la señal era mejor, o tal vez no quería que lo escucháramos.
Regresó al local y nos entregó un ejemplar del periódico Sur.
-Para que se entretengan mientras esperan.
¿Qué tanto esperaríamos? Una trama comenzó a urdirse en mi mente: el hombre había preguntado a dónde íbamos (aunque no obtuvo respuesta, nuestro destino parecía obvio, pues había festejo en la Normal). También revisó mi coche. ¿A quién había llamado? ¿Nos prestó un periódico para justificar la demora del desayuno? En ese lapso alguien podía llegar por nosotros. Vi que el sitio tenía dos puertas; puse la llave del coche sobre la mesa para dársela a mi acompañante y pedirle que escapara por la otra puerta en caso que llegara un sospechoso.
Una pick-up se estaciono junto al restaurante. Me puse de pie para espiar por la ventana Los recién llegados no parecían narcos ni judiciales, sino empleados de oficina Cuando volví a la mesa, los chilaquiles ya estaban ahí.
El desayuno transcurrió con tranquilidad y lamenté ser tan paranoico. El miedo me estropeaba el viaje más que las casetas de cobro.
Fuimos al acto de graduación de los estudiantes de Ayotzinapa, del que yo era padrino. Después de una conmovedora ceremonia, donde la indignación dio paso a la esperanza, convivimos con los alumnos y la legión de activistas que llega cargada de propuestas a los rincones más inesperados del país.
A las cuatro de la tarde comprobamos que las emociones cansan tanto como el sol.
Decidimos comer en el mismo sitio donde desayunamos. No habría muchas otras opciones antes de llegar al DF. Además, me gusta suponer que tengo rituales y que al reiterar un acto confirmo algún tipo de creencia.
El encargado nos saludó aún con mayor cordialidad. Después de la jornada en Ayotzinapa, y ya sin el temor de que nos pudiera pasar algo ahí, disfrutamos la comida, aderezada con la plática de nuestro anfitrión. Contó que había trabajado durante quince años como parrillero en el DF, pero las tensiones de la capital lo enfermaron. Estuvo ingresado en un hospital de Chilpancingo; luego, la vida de provincia hizo milagros en su organismo. El restaurante era de él y sus hermanos.
Al despedirnos nos regaló unos dulces y prometimos volver ahí.
-A ver si me encuentran -dijo en forma enigmática.
Le preguntamos a qué se refería Contó que los narcos eran los verdaderos dueños de la zona y ejercían derecho de suelo. Él había calculado la cantidad que podía hundirlo:
-Si me piden diez mil pesos mensuales, cierro.
Hasta el momento no lo habían tocado, pero temía la llegada del emisario fatal.
Antes de subir al coche, vimos el paisaje de verdes colinas. Lloviznaba y el viento traía un aroma de hierbas. El lugar era idílico, pero estaba en México. Por la mañana habíamos temido que algo nos pasara ahí. Al atardecer, el encargado nos habló de su miedo, como si le hubiéramos transferido el nuestro.
Habíamos desconfiado de alguien que desconfiaba de otros, alguien que merecía la mejor de las suertes en un país donde no queda mucha suerte.~
Este artículo fue publicado en el periódico Reforma el 31 de julio de 2015 y reproducido en la revista Etcétera. http://www.etcetera.com.mx/articulo/desconfianzas_/38892/
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1 comentario:
Es lamentable por supuesto y tristísimo el estado que padecemos. Definitivo.
México es taaaan diverso.
Esa paranóia que viven al sur de nuestras grandes llanuras pareciera que acá en el norte la hemos superado, o peor aún, nos hemos acostumbrado a ella.
El derecho de piso por acá, al menos en mi rancho, en el negocio familiar tu lo sabes desde esos días, tenemos al menos 10 años pagándolo, ya hasta descuentos nos hacen cuando las vacas enflacan, vieras que comprensivos son? Y te digo una cosa, creo que nos cuidan más y mejor que los que debieran....a esas hemos llegado. Claro, después de 10 años la relación adquiere tintes dificilisimos de entender.
Quiero ir a tu pueblo, pero por la del Sol, para probar esos ricos chilaquiles.
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