Photo de Eric Frey
Verónica era mi amiga desde que cursábamos primer grado de
primaria, así que para el 2º de secundaria, ya era lo que se dice una vieja
amiga; la más cercana que tuve durante la infancia. De mi relación con
ella, lo que más disfrutaba eran las tardes en su casa. Y es que su
familia, disfuncional a su manera (como no diría el buen Tolstoi), me
significaba todo un viaje al mundo de la extravagancia. Las tardes en aquella
casa se dividían entre los juegos en el jardín y las sesiones de relatos con
Teresa, su hermana mayor, y la más extravagante de la familia, cuyas
disparatadas historias hacían nuestras delicias aunque la mayor parte del
tiempo no entendiéramos nada. Claro que había más cosas, pero entre los muchos
recuerdos de aquellos días, no son las correteadas en el jardín, los relatos a
veces fantasiosos y en ocasiones oscuros de Teresa y ni siquiera los helados de
chocolate que el papá de Verónica solía comprarnos de vez en cuando, lo que más
atesoro (aún cuando todos ocupen un buen sitio en mi memoria). Por extraño que
parezca, lo que más recuerdo y aún hoy puedo ver con emocionante claridad, es
la imagen de la madre de mi amiga. La mamá de Verónica no se parecía a ninguna
de las madres que yo hubiera conocido y tampoco se comportaba como ellas.
Mientras la mayoría de esas mamás ajenas eran “normales”,
asistían a las juntas escolares y mostraban preocupación por el comportamiento
de sus hijos (su mal comportamiento) o por lo elevado de los precios en el
supermercado, ella parecía vivir (y provenir de) en un sitio muy lejano al que
habitábamos el resto de los mortales. Era una mujer especialmente bella, rubia
(natural, no merced a Miss Clairol o L’Oreal) con
un aire como de femme fatale del cine negro de los 50’s; casi
no hablaba, menos que acostumbrara dar de gritos para reconvenir a sus hijos,
llamar a cenar o quejarse del precio del jitomate. Nada de eso. A veces me daba
la impresión de sentirse ajena a su propia familia. Seguramente la vi vestida
con otros atuendos, pero la imagen que se me quedó grabada para siempre, y que
aún puedo ver en mi mente como en stop motion, es aquella en la que
bajaba las escaleras ataviada con largas y vaporosas batas de chiffon en
colores claros, cuyo escote dejaba ver el suave contorno superior de sus
generosos pechos. Una vez abajo, se limitaba a sonreír a manera de saludo y sin
más dirigirse hacia el objeto con el que, ahora lo pienso, parecía tener más
comunicación que con cualquier otro miembro de su familia: el antiguo piano
negro de cola que ocupaba casi todo el salón. Si el piano reinaba (por tamaño y
prestancia) en esa casa, ella reinaba por encima de él cuando sus blancas manos
se deslizaban sobre el teclado, arrancándole suaves y envolventes notas. A los
trece años no estaba yo para determinar lo bien o mal que ella tocaba; tampoco,
para saber los nombres de las melodías que interpretaba; pero aún dentro de mi
infinita ignorancia musical llegué a diferenciar y hasta reconocer los
distintos sonidos, en especial los de la armoniosa melodía que repetía de
manera recurrente: Clair del lune (según me dijo
ella que se llamaba). Fue así como me convertí en su única y devota
espectadora, pues ni sus hijos ni su marido prestaban mayor atención a sus conciertos que
yo escuchaba en arrobado silencio. Algún anochecer, al terminar de tocar me
preguntó “¿Cuándo escuchas claro de luna y piensas en su
nombre, qué imagen viene a tu mente?” Sorprendida le respondí que la melodía y
su nombre me transportaban a una noche oscura en medio del bosque, apenas
iluminado por el reflejo de la luna llena en el lago ubicado al centro, en uno
de cuyos extremos se hallaba una solitaria mujer con la vista perdida en el
luminoso reflejo de la luna. Tras escucharme, me sonrió, preguntándome si
deseaba escucharla otra vez. Creo que mi fascinación por esa mujer tenía que
ver con mi proyección personal, pues en ella veía lo que, a esa edad,
consideraba un sueño fascinante: ser una enigmática femme fatale que
sedujera a incautos hombres por medio de sus notas pianísticas (con los años,
la personalidad de esa femme fatale sería sustituida por la que se
convertiría en mi arquetipo absoluto: Marlene Dietrich en El ángel azul).
Muchos años han pasado desde entonces; tantos plenilunios
como noches negras he vivido y sin embargo, no he olvidado aquella noche en la
que excepcionalmente mi abuela me había dado permiso para quedarme a dormir en casa
ajena y ella me tocó claire de lune tras escuchar mi
respuesta a su extraña pregunta. Poco tiempo después, al terminar la
secundaria, Verónica emprendió el camino inverso al acostumbrado por los chicos
de provincia que suelen venir a la capital para cursar el bachillerato: regresó
a su lugar de origen –un costero pueblo de Nayarit- a continuar sus estudios y
su vida. Y aunque jamás la volví a ver, continuamos comunicándonos por medio de
largas cartas. Fue así como me enteré, cinco años después del regreso de
Verónica y su familia a la costa nayarita, de la muerte de su mamá. En forma
por demás lacónica, mi amiga me contó que una mañana la encontraron muerta al
lado del piano, con los ojos abiertos y una expresión de serenidad en el
rostro; fallecimiento que el médico, llegado horas más tarde, adujo a un ataque
al corazón. Nada más, ni una sola expresión de dolor o drama había en las
letras de mi amiga; en tanto yo, conforme leía la noticia, derramaba
silenciosas lágrimas al recordar el sonido de su piano y volver a ver a
aquella solitaria mujer a la orilla del lago que el claire de lune de
la mamá de verónica me había llevado a imaginar.
7 comentarios:
Marichuy, es un deleite leerte.
Y fíjate qué casualidad, las dos hemos escrito hoy sobre piezas musicales... o un personaje entrañable.
Tu post me generó mucha melancolía...
Besitos
Es una historia muy bonita.
Irremediablemente pienso en Leopardi. Esa mujer, la música, la muerte, lo infinito. Todas las reminisencias bullendo en la cabeza de esa niña, ya mujer...
Un abrazo.
Lo enigmático de esas mujeres radica en el tipuchal de dudas que desencadenan, de que planeta venía? Que la retenía en esa casa? Que llevaba bajo ese shifón? La distancia de sus hijas a que se debía? La incomprensión?
La imagino a toda hora correctamente maquillada y peinado a la Veronica Lake, impermeable de emociones.
Su marido? Guapisimo? La imagino muy triste su muerte: Sola.
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Qué bonito,Marichuy, podías hacer un relato mayor con esta entrada.
Un abrazo, como ves ya estoy de vuelta.
Woooo la imaginé perfecto
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